La Toscana embelesa cada vez que se visita y lo hace en cualquier estación del año. Una joya paisajística que todo el mundo nos envidia, un cofre de arte y pasiones del hombre, ciudades de castillos, torres, capiteles e iglesias atemporales. El Medioevo y el Renacimiento han condicionado su historia contemporánea.
Cuando se piensa en Florencia, se imagina todavía encontrar a Miguel Ángel o Leonardo paseando por las calles y plazas envueltos en sus mantos de terciopelo rojo.
En Siena todo cuenta una historia sumergida entre barrios que compiten por el Palio y antiguas osterías donde se tramaban venganzas contra los adversarios. No es que estas cosas no sucedan hoy en día, pero, por suerte, en una óptica más festiva y menos severa que en el pasado.
En Arezzo entre Camaldoli, Poppi y La Verna todavía se siente envuelto por una fuerza paisajística de la naturaleza que no ha perdido su alma salvaje y original. Antigos bosques de roble que envuelven monasterios y relatos de piedra franciscana que acogen todavía miles y miles de peregrinos de todo el mundo. Un flujo de almas que desde hace aproximadamente mil años nunca se ha interrumpido.
El otoño toscano es un cambio de colores, verde oro, rojizos de las viñas del chiantigiano y de los robles del Parque de las Bosques del Casentino. En estos lugares tan ancestrales, la cocina es un mundo fascinante que determina el vibrar de los días.
El sentido de la cocina toscana es el de mantener un vínculo umbilical con la historia y la tradición, un lazo muy fuerte que no ha sufrido cambios, sino que, por el contrario, ha influido en las cocinas internacionales. La Toscana de otoño disfruta de las deliciosas cosechas de legumbres y cereales de verano. Las ollas de barro vuelven a calentar ribollite, sopas, papas al tomate. Col negra, garbanzos, cebollas, hongos porcini regresan a acompañar durante las primeras noches frías y húmedas, con las primeras neblinas que envuelven como copos de algodón las colinas sienesas o las elevaciones maremmane.
Rebanadas de pan casero que se colocan sobre brasas ardientes para tostar hasta alcanzar la perfecta crujiente y convertirse en bases para salsas de cinta senese, coles negras y el ineludible crostino toscano, obtenido de la molienda de los quintos cuartos del cerdo o de la vaca con la adición de especias y hierbas aromáticas típicas toscanas como laurel, romero y tomillo, además de la adición de anchoas en pasta. Una delicia gastronómica muy simple que hunde sus raíces en tiempos en que las calles aún eran de tierra y el silencio de la noche no era perturbado por el estruendo de la modernidad.
La chimenea a la toscana es otro emblema de una cultura que siempre ha dedicado una gran atención al banquete, a la compartición, a la compañía. El cotto toscano era la forma más evidente de un calor que aún hoy permanece como emblema de refinamiento y de pasión compartida por la casa, la cocina, sus aromas y su intrigante belleza rústica. Una tabla de embutidos toscanos a la vista sobre una mesa de madera es un must cinematográfico que para nosotros queda como una circunstancia del día a día. Un corte de Finocchiona frente a una buena copa de vino Sangiovese, no es un estereotipo, sino un estilo de vida que no tiene tiempo. El Acquacotta toscana que borbotea en la olla colgada de la chimenea quizás aún sea evidente en algunas casas castillo, pero estén seguros de que las familias toscanas no renuncian a esta sencillez deliciosa que ha condicionado el transcurso del tiempo.
Pasear en algún antiguo pueblo de piedra y de ladrillo toscano, en otoño, al caer la tarde, significa apreciar aromas y fragancias que se escapan por las ventanas e intoxicando los callejones y las plazas. Y son aromas antiguos, recuerdo indeleble de una historia que difícilmente dejará su lugar a la hamburguesa y las papas fritas. Una resistencia innata que mora en las entrañas de los toscanos forjadas por la historia y la belleza.
Bernardo Pasquali
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